Con la llegada de Felipe V al
trono español, se intensificó una política de vecindarios cerrados, de los que
los gitanos sólo podían salir con licencia de sus justicias. Sin embargo, ya en
1734 se había reconocido lo desacertado de esta estrategia, al juzgarse que había causado
“más daño del que parecía remedio, porque en los lugares donde se establecían
eran espías de las haciendas ajenas, y avisaban unos a otros de las ocasiones
de robarlas”, pues salían de sus domicilios “con pretextos de viajes” y
realizaban “en los caminos y montes, los mismos daños que antes”, siempre al
amparo de la impunidad que les otorgaba la inmunidad de la Iglesia. Una
cuestión que desde mucho tiempo atrás se había convertido en el permanente
caballo de batalla entre las jurisdicciones religiosa y seglar, y que originó la
creación en 1721 de la llamada Junta de Gitanos, a fin de hallar una solución a
este enquistado “problema”.
Reunida en 1723, la Junta llegó
a la conclusión de que el fracaso de toda la legislación que se había
promulgado hasta ese momento se debía al hecho de no haberse podido conseguir
la eliminación de sus costumbres y su sujeción a los mandamientos de la
Iglesia; así como por haber convertido el sagrado de los templos en su refugio,
del que se decía, sólo salían para actuar con toda impunidad y continuar con su
mala vida. Como solución, se barajaron dos alternativas: la expulsión y la
separación por sexos y edad, para repartirlos por la península y plazas
norteafricanas, donde se aplicarían a los hombres en los presidios y en el
ejército, en tanto las mujeres y los niños menores de 12 años, a casas de
recogimiento para labores de hilaza. Ambos proyectos sólo podían ejecutarse si
existía la garantía de una captura general, algo que la inmunidad eclesiástica
impedía.
Transcurridos los años, el tema
del derecho de asilo siguió estancado hasta que en 1748, Benedicto XIV acabó
concediendo un breve papal por el que permitía la extracción forzosa del
sagrado de los templos, de todos aquellos gitanos fugitivos que se refugiaran
en ellos. Este hecho permitió a la Junta de Gitanos, plantear la expulsión de
todas las familias de gitanos para “sacarlos de España, y enviarlos divididos en
corto número a las provincias de América, donde se les diese qué trabajar con
utilidad en reales fábricas y minas”.
Los responsables de la redada: Fernando VI, Vázquea de Tablada, Benedicto XIV y Ensenada |
Aceptada la opción del destierro,
el gobernador del Consejo de Castilla lo justificó ante el rey por medio de un memorial
plagado de prejuicios y acusaciones acuñadas a lo largo de más de dos siglos.
El encabezamiento del expediente constituía de por sí, toda una declaración
peyorativa y sentenciadora:
“Señor, los gitanos por su
abominable modo de vivir son en todas las naciones aborrecibles, y en estos
reinos con mayor razón, por ser una gente inclinada a todos los vicios, e
inútil para todo lo bueno; alimentarse de sus ardides desenfrenadamente,
engañando, robando, escalando y matando sin respeto a Dios ni a V.M., profanan
y roban los templos y se valen de su sagrado para delinquir con mayor
avilantez”.
El gobernador del Consejo de
Castilla y obispo de Oviedo, Gaspar Vázquez de Tablada, para alivio de la
conciencia del rey, le expuso igualmente, que como rey católico no debía
permitir que “entre sus fieles y católicos vasallos, se mantengan los que
llaman gitanos, gente que vive del robo, sacrilegio y otros delitos que cada
uno merece un severo castigo”, el cual no se había podido dar a causa de la
ineficacia de las leyes promulgadas hasta entonces, y por haberse convertido
las iglesias en un refugio que permitía a los gitanos mantener su forma de vida
con toda impunidad.
Obtenido el plácet del rey, se
emprendió la tarea de diseñar un arresto general a partir de los padrones
confeccionados en cumplimiento de la pragmática de 1745, los que arrojaban una
población de 900 familias, cuantificación errónea, tal como se pudo comprobar
con ocasión de las redadas de julio y agosto de 1749.
Antes de abordar el proyecto de expulsión, el marqués de la Ensenada, al que el Consejo de Castilla encomendó, como ministro de Hacienda, la planificación logística de la operación con el apoyo del ministerio de Guerra, quiso recabar información al duque de Sotomayor, embajador de España en Lisboa, sobre la medida que en 1745 se había producido en Portugal, por la que se notició cómo los cianos portugueses enviados a Brasil y a las colonias de Guinea, habían realizado en estas partes, tales excesos, “que con su inquietud alborotaron todos aquellos parajes, y poco a poco, volvieron aquí muchos de ellos”.
Antes de abordar el proyecto de expulsión, el marqués de la Ensenada, al que el Consejo de Castilla encomendó, como ministro de Hacienda, la planificación logística de la operación con el apoyo del ministerio de Guerra, quiso recabar información al duque de Sotomayor, embajador de España en Lisboa, sobre la medida que en 1745 se había producido en Portugal, por la que se notició cómo los cianos portugueses enviados a Brasil y a las colonias de Guinea, habían realizado en estas partes, tales excesos, “que con su inquietud alborotaron todos aquellos parajes, y poco a poco, volvieron aquí muchos de ellos”.
En consecuencia, el Consejo
desechó la idea de deportarlos a América y retomó la opción de enviar a los
varones de edades comprendidas entre los 12 y los 60 años a los presidios de
las plazas norteafricanas, destinando a los que sobrepasaran esta edad y
conservaran alguna fuerza, a las obras públicas. En cuanto a las mujeres, se
pensó recluirlas en casas o fortalezas, donde debían vivir “por castigo en este
encierro” y ocuparlas “en las obras mujeriles”. A sus hijos e hijas menores de siete años se les permitió estar con ellas, hasta que cumplida la edad de siete años, ingresar en “hospicios u otra casa de piadosa fundación”, donde pudieran ser
instruidos en la doctrina cristiana y ser destinados al oficio que consideraran
conveniente los dirigentes de la institución.
Consumadas las redadas de los meses de julio y agosto de
1749, el rey expresó su malestar por lo desproporcionado de la operación, a lo
que se añadió las numerosas quejas y críticas de todo tipo que llovieron sobre
la operación desarrollada, motivó una nueva reunión de la Junta de Gitanos el 7
de septiembre, que con la supervisión del confesor del rey,
Francisco Rávago, se reunieron el gobernador del arzobispado de Toledo, el
obispo de Barbastro, Francisco Benito Marín, José Ventura Güell y el marqués de
los Llanos.
En esta asamblea se revisó el estado en que se hallaba la operación para dar solución a las disposiciones más polémicas, y establecer una clara distinción entre gitanos arreglados a las pragmáticas y gitanos contraventores, lo que acabó originando el replanteo del proyecto de “exterminio”.
En esta asamblea se revisó el estado en que se hallaba la operación para dar solución a las disposiciones más polémicas, y establecer una clara distinción entre gitanos arreglados a las pragmáticas y gitanos contraventores, lo que acabó originando el replanteo del proyecto de “exterminio”.
La Junta se centró entonces en diseñar el modo en que los
gitanos y gitanas debían justificar su libertad, así como los destinos a donde enviarlos.
Planteada nuevamente su remisión a las Indias, se desechó por considerar a los gitanos “gente
atrevida”, que viviendo mal en España, podían pervertir “a los pobres indios” y
unirse a los “ingleses, franceses y demás extranjeros, para facilitar el
comercio ilícito”.
Cerrada esta vía, así como el trabajo forzado en minas y
obras públicas, por considerar que siendo tan “mala gente”, con su “mal ejemplo
y falta de religión” podían pervertir a los demás presidiarios.
Llegados a esta encrucijada, Ensenada, partícipe inicialmente de la idea de extrañar a los gitanos fuera de la península, aprovechó la coyuntura para impulsar su plan de revitalización de la Armada naval española, y asumió el proyecto de
“exterminio” para obtener la mano de obra extra y barata que ofrecía el cautiverio de miles de gitanos.
Respecto al tema de la generalidad con que se efectuaron las
redadas, la Junta la culpó a la mala interpretación de las justicias, algo que
desmienten los encabezamientos de las diferentes órdenes de captura. Rávago en
cambio, la achacó a la improvisación con que se había obrado, ya que se había
dispuesto de más de un año para obtener la suficiente información “de los que
merecían ser presos y de los que debían ser exceptuados”:
“El
estado que hoy tiene este expediente es fatalísimo por haberse errado
enormemente en la providencia, y mucho más en las ejecuciones contra la
intención del rey. Porque S.M. no mandó que se prendiesen y maltratasen
aquellos que solo tenían el nombre de gitanos porque lo fueron sus padres o
abuelos, pero ya ellos habían dejado ese ejercicio y vivían quietos como otros
vecinos en sus oficios o labranzas. Porque ésta sería una injusticia solemne,
contra la fe pública, y contra los intereses de S.M. solamente fue su real
intención que se prendiesen los gitanos malhechores, vagabundos, viciosos, sin
oficio o ejercicio con qué ganar la vida.
Pero el efecto
ha sido no solo contrario, sino el más injusto, habiendo preso y atropellado
muchos buenos vasallos, solo por tener nombre de gitanos, mezclándose en esto
mil atropellamientos y venganzas particulares, y disipándoles sus bienes
injustamente”.
El fruto de esta Junta fue la orden de octubre de 1749, en
cuyo capítulo sexto quedaron afectados todos aquellos que no pudieron
justificar su buen modo de vida, y que fueron distribuidos por Ensenada en
función de su capacidad laboral, los hombres lo fueron a las obras de los
arsenales, y los muchachos mayores de siete años a sus maestranzas para
aprender algún oficio. Los menores de edad permanecieron con sus madres hasta alcanzar
los siete años, y los hombres incapaces para cualquier trabajo, quedaron
recluidos “para lo que puedan hacer, en ciudadelas, plazas, castillos, presidios,
etc.”.
En cuanto a las mujeres mayores de diez años se pretendió recluirlas
en fábricas, si bien, debido a la escasa industrialización del país debieron
reajustarse en función de la disponibilidad de espacios apropiados para retenerlas
con utilidad y seguridad.
La
injusticia cometida hacia unas personas, a las que sin delito ni juicio le fue privada su libertad, se mantuvo a la hora de aplicar el artículo sexto de
la orden, pues el procedimiento empleado fue desacertado y nada equitativo.
Intendentes, carceleros y otros muchos responsables de su custodia así lo
señalaron. Así lo hizo el intendente de Granada al solicitar en abril de 1752,
la libertad de las mujeres y niños que quedaron en esa ciudad, ya que en su opinión
habían tenido suficiente “escarmiento para en lo sucesivo” y era solo cuestión
de humanidad el remediarlo, pues sin familia y sin medios económicos, no habían
conseguido “justificar lo necesario para su libertad”.
Remitidas más de dos mil personas a sus destinos, se abrió
una nueva etapa en sus vidas que duró casi quince años, hasta que Carlos III
las rescató del olvido y concedió la libertad a los supervivientes. El daño
producido fue incalculable: agravó la pobreza y la marginalidad que padecía
esta comunidad, y causó una profunda brecha entre las comunidades castellana y
gitana.
FUENTE: MARTÍNEZ
MARTÍNEZ, Manuel. Los gitanos y las gitanas de España a mediados del
siglo XVIII. El fracaso de un proyecto de exterminio (1748-1765), Almería,
2014.
Publicado el 2 de septiembre de 2016 en https://www.antrophistoria.com/2016/09/la-junta-de-gitanos-de-septiembre-de.html
Publicado el 2 de septiembre de 2016 en https://www.antrophistoria.com/2016/09/la-junta-de-gitanos-de-septiembre-de.html
No hay comentarios:
Publicar un comentario