Nos
Don Enrique Enríquez, por la gracia de Dios y de la Santa sede apostólica,
arzobispo de Nazianzo y de nuestro Santísimo Padre, y Señor Benedicto (…)
A
los venerables en Cristo hermanos Señores Arzobispos y Obispos de las ciudades (…),
salud en nuestro Señor Jesucristo: Hacemos saber que el execrable abuso y
desorden introducido en estos dichos reinos por los reos refugiados en sus
iglesias por delitos no exceptuados de valerse de su inmunidad y sagrado, para
continuarlos impunemente (…) han convertido en barrera y puerto de sus
maldades, haciendo a la casa de Dios cueva de sus latrocinios; determinaron a
la Majestad Católica del Señor Don Fernando Sexto (que Dios guarde) a solicitar
por sus ministros el oportuno remedio de la Silla Apostólica, instando por el
que más parecía serlo, de que se permitiese trasladar a los tales reos de las
iglesias y lugares de sus refugios a otros más distantes, o restrictos en los
presidios de África, donde logrando los efectos de la inmunidad, para no ser
castigados en sus personas por sus pasados delitos, pudiesen ser contenidos
para los futuros (…) y enterado de todo, con no pequeño dolor y sentimiento de
su paternal confusión, dicho Santísimo Padre y Señor Benedicto XIV, felizmente
reinante, para obviar cuanto fuese posible, tan gravísimos perjuicios (…), y
acomodando su graciable asenso a las instancias y ruegos de su Majestad
Católica, justamente indignada de la sacrílega irreligiosidad con que se
profanan los templos y santuarios (…), concedernos todas las facultades
necesarias y oportunas para ocurrir a tan grave daño, y permitir las
mencionadas translaciones (…)
Y
como en este interín hemos visto por experiencia, que los más frecuentemente
abusan de dichos sagrados en la forma referida son los que con nombre de
Gitanos infestan estos reinos, vagando siempre por ellos, sin tener fija
habitación ni domicilio, contra lo dispuesto por las Reales Pragmáticas, cuya
profesión y oficio es el robo, el engaño y la violencia; y su regular hospedaje
y mansión el atrio de las iglesias para libertarse de caer en manos de la
Justicia, que siempre les persigue por el mal olor de su criminosa vida, como a
públicos perturbadores de la paz y sociedad humana: y que también otros muchos
reos de delitos no exceptuados que están retraídos en las iglesias, salen de
ellas por la noche, y a las horas que juzgan más cómodas, a continuar sus
robos, delitos y excesos, causando riñas, alborotos y escándalos en los
pueblos, en confianza de volver a tomar el sagrado, y de que no pueden tener
guardas de vista que se lo impida: Por tanto, para el más pronto y eficaz
remedio de todo, hemos tenido por conveniente librar las presentes (…) para que
requeridos por la Justicia o Juez secular que entendiere en la causa, o causas
de cualquier reo refugiado en alguna iglesia o lugar sagrado de su Diócesis, y
haciéndoles constar por información o testimonio legítimo y auténtico, la
calidad de ser de los que se nombran Gitanos, o de aquellos reos contumaces y
perversos que salen de las iglesias a continuar sus delitos en la forma
relacionada; o en otros casos semejantes en que se interese la pública quietud
y tranquilidad, puedan permitir y dar las correspondientes licencias para
transferirlos a otras iglesias más distantes o restrictas en cualquiera de los
presidios de África (…), a fin de que a cualquiera de los mencionados reos se
les observe y guarde en ellas su inmunidad, y no en otra forma, sobre que les
encargamos la conciencia; previniendo que si algún otro caso se ofreciese en
que se dude, si concurra o no la utilidad y necesidad de semejantes
translaciones, se deberá ocurrir a Nos, y remitirnos los testimonios
conducentes, para en su vista proveer lo que convenga. (…).
(…)
luego que por la Justicia secular se pida la licencia referida, deberán dichos
reos ser asegurados; y si para ello los pidiese dicha Justicia, serle
entregados, haciendo la debida caución de que los tendrán como en depósito y
sin opresión; y de que si les fuere negada dicha licencia, les han de volver y
restituir al mismo sagrado. Y para que ninguno de los delincuentes pueda alegar
ignorancia y continuar sus excesos en la confianza del asilo y refugio, que
hasta aquí han logrado en los templos: Encargamos que estas nuestras letras se
lean y publiquen en todas las iglesias catedrales y parroquiales de estos
reinos, fijándose después en sus puertas principales y otros lugares públicos y
acostumbrados (…)
Dadas
en Madrid a veinte días del mes de junio de 1748.
COMENTARIO
La inmunidad
eclesiástica, como privilegio del fuero clerical, quedó consolidada a través de
los diferentes sínodos celebrados en cada una de las diócesis españolas, al
tiempo que se establecían penas de excomunión para aquellos que la
quebrantaran. De esta forma, el concilio de Trento (1545-1563) acabó recogiendo
el derecho de asilo y la legislación civil española emanada durante el siglo
XVI, por la que se castigaban los abusos y violencias que cometían los
ministros de justicia, en el momento de extraer del sagrado de los templos a
todos aquellos que se refugiaran en estos espacios.
La condición de inmune se adquiría con solo
tocar las paredes o barrotes de un recinto sagrado, bien fuera lugares de
culto, bien cementerios, y se invocara en voz alta: ¡Iglesia, Iglesia!, para
que fuera escuchada por sus acosadores y por cuantos testigos presenciaran la
escena.
Las autoridades eclesiásticas debían entonces
ejercer su deber y derecho a hacer valer su privilegio, procediendo a imponer
censuras y sanciones, como la excomunión, a aquellos que violaran dicha
inmunidad.
Sin embargo, las
extralimitaciones de las justicias siguieron produciéndose. En marzo de 1581,
por ejemplo, la compañía del conde Francisco Hernández y de su ayudante
Gaiferos, fueron capturados sin que se les respetara la inmunidad eclesiástica que
habían adquirido, al conseguir amparo en una de las iglesias de la comarca de
Buñuel. Un hecho que suponía un doble atropello, uno hacia la jurisdicción
eclesiástica y otro hacia los derechos del refugiado, pues en teoría, nadie que tuviera inmunidad podía ser extraído
en contra de su voluntad, y al que además, se le debía respetar el suministro
de alimento por parte de sus amigos o familiares; y, en caso de concierto entre
las jurisdicciones seglar y laica, esta no podía condenar al asilado a ningún
tipo de pena corporal.
A lo largo del siglo XVII se produjeron desde
diferentes ámbitos, incluso desde miembros de la Iglesia, una serie de
propuestas y discursos que cuestionaban el derecho de asilo para determinados
delincuentes. En 1644, Pedro de Villalobos, en sus Discursos jurídicos políticos en razón de que a los Gitanos Vandoleros
de estos tiempos no les vale la Iglesia para su inmunidad, hizo un extenso
alegato jurídico para impedir la devolución a lugar sagrado del conde gitano
Santiago Maldonado, al que se atribuían numerosos delitos. En dicho discurso,
Villalobos defendió la retirada de la inmunidad a los gitanos bandoleros por considerarlos
delincuentes sacrílegos que profanaban los templos. Un aspecto que supuso el
inicio de un intenso debate que se intensificaría a finales de ese siglo y
principios del XVIII.
El celo de las autoridades eclesiásticas, más
que en proteger a los gitanos refugiados, residió en la defensa de sus
privilegios ante la jurisdicción laica, ya fuera de señorío o de realengo.
Buena muestra de este afán, fueron los hechos acaecidos en junio de 1700, cuando
el proveedor General de Málaga, habiendo practicado la prisión de Agustín de Montoya,
de Francisco de Heredia y de Álvaro de Heredia, todo ellos fugitivos por haber
sido condenados a galeras, fue intimidado con diferentes censuras para restituir
a la iglesia a dichos gitanos; pues habiéndoles dejado libres, no se los había
restituido antes a la iglesia”, lo que resultaba “estar vulnerada la
inmunidad”. El Consejo de Castilla, a quien el proveedor había puesto al
corriente, aprovechó la ocasión para tratar “este desorden tan contrario a la
disciplina eclesiástica; como digno de corrección y enmienda”. Como resultado,
se propuso a “la sede apostólica”, impedir este abuso en los casos en que “los
lugares sagrados donde no estuviese colocado el Sacramento”, a fin de que “no
fuesen asilo de delincuentes” (ver http://adonay55.blogspot.com/2018/05/propuesta-del-consejo-al-rey-fin-de-que.html).
Los representantes de la justicia real, como
la Santa Hermandad, siguieron no obstante su implacable acoso hacia los
diferentes grupos de gitanos de los que se les daba noticia estaban en su
jurisdicción. En abril de 1711 se produjo una tropelía que ilustra bien estos
abusos, de los que en muchas ocasiones sólo se procuraba conseguir un beneficio
económico. En esas fechas, al capitán Francisco Esteban se le había encargado
perseguir a una cuadrilla de gitanos. Sabedor de ello Manuel de Gautte,
estanquero de la ciudad de Soria, “se adelantó y convocó a otros cuatro amigos
y parciales suyos y se echó sobre ellos” en la villa del Burgo. Uno de los
cuales cayó muerto de primeras por arma de fuego, consiguiendo el otro alcanzar
la iglesia del lugar e invocar inmunidad eclesiástica nada más agarrar la
aldaba de su puerta, de la que sólo se le pudo retirar cortando con una espada los
dedos de su mano derecha, para a continuación sacarle “arrastrando como cosa de
seis pasos inmediatos a la puerta de dicha iglesia, sin salir del sagrado de
ella”, para acabar matándole “a puñaladas”. El botín para los asesinos fue cuantioso,
pues a los demás gitanos, tras proceder a su registro, les “quitaron muchas alhajas,
caballerías, armas, caballos y vestidos, quitando hasta los que tenían puestos
dichos muertos, dejándoles en camisa y calzoncillos”. Hubo castigo, pero muy
poco en consonancia con tales atrocidades, pues Miguel de Gautte solo fue
condenado a dos años de presidio en Fuenterrabía, más en otros seis años de
destierro de Osma.
Tras el fracaso de la Pragmática de 1717 por
la que se regulaba la forma de vivir los gitanos y la restricción de
vecindarios, en 1721, el Consejo de Castilla creó la Junta de Gitanos para
reorientar su política antigitana y solucionar el tema de la inmunidad
eclesiástica, pues según el Consejo, los gitanos seguían saliendo de sus
domicilios “con pretextos de viajes” para realizar “en los caminos y montes,
los mismos daños que antes”, amparados en la impunidad que les ofrecía la
inmunidad de la Iglesia.
En 1732, con ocasión de un incidente entre la
Sala de Alcaldes y la Santa Hermandad de Toledo, cuyo alcalde había salido con
sus cuadrilleros para prender a unos gitanos que tenían su campo de acción en
Ribatejada, Bernardo Ventura de Capua los detuvo a pesar de haber adquirido inmunidad, acusándoles de ser “ladrones, salteadores de caminos y escaladores de casas en
poblado”; entonces, la mujer de uno de ellos, Francisca Palacios, alias “la Facunda”, se
personó en Madrid y presentó diferentes ejecutorias de castellanía, y aunque
el Consejo le negó licencia para instalarse en la Corte, ordenó la restitución
de sus parientes en uno de los sagrados
de la ciudad de Ceuta hasta tanto no se resolviera el pleito de inmunidad. Esto
supuso una novedad, pues a fin de evitar la espera de la resolución en una cárcel
pública, se abrió la vía de extrañar a los asilados a alguna de las
iglesias de los presidios norteafricanos.
El concordato de 1737 supuso un punto de inflexión
importante, ya que se retiró la protección eclesial a los salteadores de
caminos y a los implicados en casos de insulto con resultas de muerte o mutilación. También desaparecieron los casos de
“inmunidades frías”, o sea, los espacios donde no se daban misas. Más tarde, en
1741 se retira la inmunidad a los que cometieran un asesinato premeditado. En
este contexto llegamos a 1748, en víspera de la gran redada que desembocaría en
un proyecto de exterminio biológico, cuando Benedicto XIV autoriza
transferir “los que se nombran Gitanos, o de aquellos reos contumaces y
perversos que salen de las iglesias a continuar sus delitos (…), a otras
iglesias más distantes o restrictas en cualquiera de los presidios de África”. Un destino del que el marqués de la
Ensenada hizo caso omiso, pues envió a los hombres a los arsenales para
potenciar su plan de reconstrucción naval implícito en su política de
neutralidad expectante.
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