españoles», pero sin enseñar nada «a los filósofos, ni a los políticos, ni a ningún hombre de bien».
De este modo, sin comerlo ni beberlo, la mala
imagen de los gitanos entró en la política de confrontación entre liberales y
moderados, colgándose unos a otros el sambenito que los gitanos venían
arrastrando desde siglos atrás, con el único propósito de desacreditar a sus
adversarios. Una expresión que, aunque surgida de forma espontánea y ocurrente,
acabó calando en el argot político del siglo XIX.
El éxito de esta descalificación fue inmediato,
colándose incluso en la proclama contra Espartero del republicano Abdón
Terradas, en su llamada a las armas durante la insurrección catalana de 1842,
al tildar al regente y sus acólitos de «falsos liberales y gitanos políticos».
En 1859, al comienzo del gabinete de O’Donnell, la
prensa afín al Gobierno se defendió de los ataques y las críticas retomando
esta locución peyorativa para aplicársela a los miembros de la oposición. Dado
que su uso comenzó a ser muy corriente, desde El Clamor Público se quiso aclarar la relación que se establecía
entre políticos y gitanos, argumentando que estos últimos, al igual que los ligueros, destacaban por «su
vida nómada y el poco cariño que profesan al país en que viven». Además, debido a que los gitanos tenían
afición a los caballos y al vino, los ligueros
se habían propuesto «convertir a la nación en jumento», para quedarse
«tranquilamente lo adquirido y mandarnos a latigazos», con lo que acabarían convirtiendo
al país en una «feria o granjería». Y, al igual que los gitanos tenían horror a
la ley, los ligueros la quebrantaban
«en beneficio propio, y reservan sus rigores para los demás», motivo por el que
«se parecen a los gitanos de raza en todas sus afecciones, y en vivir sin
hijos, patria ni ley».
En respuesta, La
España criticó a El Clamor Público
por las formas empleadas, acusándolo de haberse callado muchas cosas, debido,
posiblemente, «a creer que los gitanos no tienen su particular afición a los
caballos, sino a otra clase de animales de más baja especie», que sin «tener
horror a la ley» se acomodan «a la que más le conviene». Y por si no quedaba bien claro este paralelismo, aclaraba cómo
los gitanos se distinguían por «ser los mediadores en todo trato de animales y
en engañar a las dos partes», ya que «la gracia de un gitano está en que el
vendedor venda más barato y el comprador compre más caro», un chalaneo que era
practicado por aquellos políticos.
En septiembre de 1864 fue el caló el que acabó
convirtiéndose en excusa para atacar a los moderados, negándole su entidad como
lengua y rebajándolo a una jerga de delincuentes con el propósito de
identificarlo con la palabrería empleada por los miembros de aquel partido político.
Del caló se dijo, entonces, que se había inventado «para evitar en parte las
persecuciones», como un lenguaje
ininteligible con el que burlar a sus vigilantes y perseguidores; así, y al
igual que los gitanos y los grandes criminales, «el partido moderado, para
fascinar la opinión, inventó también su palabrería», sin cesar de hablar desde
la tribuna y los documentos oficiales, para «ocultar su incapacidad o sus
instintos reaccionarios, del orden social».
Esta contienda semántica mantuvo vivos los
estereotipos y prejuicios negativos sobre el gitano, ya que los políticos de la
época los tenían tan interiorizados que no dudaban en exteriorizarlos en sus
luchas dialécticas. Un abuso que no tenían por tal, por el hecho de que la imagen peyorativa
del gitano era general y comúnmente aceptada. Así, cuando en noviembre de 1864,
El Pensamiento Español se lamentaba de
que no existieran leyes que impidieran y castigaran la difamación, no se
refería, por supuesto, a las injurias contra los gitanos, sino a los políticos.
Según este periódico, España no merecía «figurar en el catálogo de los pueblos
cultos y civilizados», al estar gobernada
por «una horda de gitanos», que, para «vergüenza de todos», se había
enseñoreado del país. Un descrédito del que Narváez echó mano en marzo de
1865, durante
una convulsa sesión parlamentaria, cuando en plena polémica entre vicalvaristas
y conservadores liberales, y tras haber debatido acaloradamente con un diputado
de la oposición, exclamó exaltado: «Estas no son Cortes: parecemos gitanos».
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