Cuando en el siglo XVIII se comenzaba a
vislumbrar cambios significativos en la posición, presencia y relaciones
sociales de las mujeres en ámbitos como la lectura, la escritura o la
sociabilidad, las mujeres gitanas debieron desplegar en cambio, todo un
repertorio de estrategias de supervivencia, especialmente cuando fueron
víctimas del proyecto de exterminio biológico de 1749. Un acontecimiento que
significó la pérdida de su libertad, de su familia y hasta de su identidad
gitana.
El origen de esta drástica medida, basado en
el intento de eliminar de “raíz” al pueblo gitano de la sociedad española por
medio de la separación forzada de hombres y mujeres para evitar su reproducción,
se justificó en base del estereotipo negativo que empezó a acuñarse desde la
segunda mitad del siglo XIV, y que la misma Corona había reforzado a través de
numerosas disposiciones asimiladoras y represoras, con las cuales estigmatizó y
criminalizó su forma de vida, convirtiendo a este colectivo étnico y cultural,
en el chivo expiatorio de la mayor parte de los males que aquejaron a la España
de los siglos XVI, XVII y XVIII.
Dicho proyecto de exterminio dio comienzo con
la redada efectuada la noche del 30 de julio de 1749. En total, alrededor de
nueve millares de personas gitanas fueron presas y encerradas en lugares
improvisados con todo tipo de carencias y padeciendo todo tipo de enfermedades,
en espera de los destinos que el rey determinara darles.
Los varones -de siete años arriba-, por
indicación de Ensenada pasaron a los arsenales peninsulares como peones del
plan de revitalización de la Armada emprendido por el marqués; las mujeres con
sus hijos menores de siete años, quedaron en primera instancia en lo que se
llamó “depósitos provisionales”, en espera de un destino, pues Ensenada,
desbordado por la improvisación, no había previsto dónde instalarlas.
Gitana hilando junto a una cueva del Sacromonte. La Ilustración Española y Americana, 1880. Colección M. Martínez |
Durante la prolongada estancia en estos
centros de detención, las mujeres sufrieron todo tipo de calamidades, donde el
hambre, las enfermedades y la desesperación fueron la nota predominante. En el
caso de las andaluzas, padecieron un cruel periplo que les llevó a recorrer
diferentes ciudades hasta quedar en Málaga, de donde tras más de dos años de
estancia, 652 mujeres y niños pequeños fueron embarcadas con destino a Tortosa,
para desde allí, dirigirse a Zaragoza y quedar recluidas en la casa de
misericordia “Nuestra Señora de Gracia”, en un edificio especialmente construido para ellas, al objeto
de mantenerlas separadas del resto de personas asiladas. Si bien, en ocasiones
se les permitiría a las muchachas gitanas, compartir en los talleres, amistad y
trabajo con las pobres de la Casa, hasta que incomodado el vicario de la
institución ante “la desenvoltura” con que se trataban unas y otras, se empeñó
desde octubre de 1756 en impedir su comunicación en el patio los días de
fiesta; y, aunque entonces no logró su propósito, finalmente en mayo de 1760,
consiguió que la Junta Rectora de la Casa, considerara poco “conveniente su
trato” con el resto de mujeres, incluso durante el horario laboral, con el
ánimo de contrarrestar la “insubordinación ideológica” que las gitanas
emplearon a partir de rumores, chismes, canciones, gestos, parodias y burlas
chistosas utilizadas con el fin de socavar la autoridad de los regidores y
demás responsables de su custodia.
La jornada de trabajo impuesta
a estas mujeres, cumplió un régimen rígido y cotidiano que pretendió
mantenerlas ocupadas el mayor tiempo posible, en base a la idea de que la
ociosidad era el origen de un innumerable número de males y amenazas para el
orden social. Para su control, se les asignaron “personas a propósito” para
aplicarles “blandamente (…) a un leve trabajo”, y aprender así un oficio con el
que poder obtener pequeños ingresos y “alguna utilidad a la Casa” con la que
contribuir a su manutención.
El regidor Juan Terán fue el primero en emplearlas en
hilar lana y cáñamo a cambio de una “gratificación de cuatro dineros al mes a
cada una”. Sin embargo, esta pequeña remuneración supuso un agravio comparativo
respecto al resto de las mujeres de la Casa, por cuanto esta cantidad era
sensiblemente inferior a la que recibían las “pobres” por el mismo trabajo; y,
aunque las gitanas protestaron, se mantuvo dicha diferencia, creando tal
descontento, que cuando en agosto de 1752 se atrasó dicho pago, se produjo un
fuerte alboroto de quejas y negativas a trabajar, que solo fue sofocado con la
promesa de darles “con puntualidad la gratificación que les compete por lo que
trabajen, sin quitarles cosa alguna”.
No sería el último motín que protagonizarían estas
mujeres, más bien podemos decir que el motín se convirtió en cotidiano, como
parte de una estrategia de resistencia, que buscaba el desaliento de la Junta
Rectora de la Casa y su ruina económica a través de continuos destrozos en
ropas, vajilla, mobiliario etc. Una actitud que dicha Junta intentaba cortar
por medio de la retirada de incentivos económicos o castigos como el llevado a
cabo en agosto de 1757, cuando se separaron a las muchachas de sus madres, por
creer que esta incomunicación sería más efectiva que cualquier castigo corporal
o retirada de privilegios. Las gitanas, aunque volvieron a amotinarse y dejar
de trabajar,
los regidores se mostraron inflexibles durante casi una
semana, hasta que las muchachas, sintiéndose “oprimidas y sin comunicación”,
decidieron disculparse por “su exceso y lo mal que habían obrado”, suplicando
volver a su habitación y trabajar con la misma gratificación mensual que
recibían, además de “alguna cosilla de poca entidad, sin gravar a la Casa”.
También las gitanas adultas pidieron “perdón de sus excesos y en el obrar”,
prometiéndole al marqués “estar siempre obedientes” y trabajar, cediendo
incluso “la mitad de lo que trabajasen a beneficio de la casa”.
Esta sumisión consistió no obstante en una estrategia
más, que respondió a la dinámica estructural de recompensas y castigos, en la
que en ocasiones, es más prudente consentir superficialmente en espera de
mejores tiempos. Así, aparentemente arrepentidas, la incomunicación quedó
revocada y se recuperó el contacto personal entre madres e hijas. No pasaría
mucho tiempo para que los regidores pudieran comprobar cómo las gitanas volvían
a recuperar sus deseos de “volver a su libertad” y mostrarse “tan resueltas y
aun despechadas” como antes; de tal forma, que era “raro el día” que no
cometían “uno u otro atentado”.
La siguiente reivindicación laboral consistió en la
exigencia de que se les abonase en efectivo, la cantidad que la casa de misericordia
recibía del rey para su manutención. Una pretensión que fue considerada como
“disparatada” por los regidores, pero que en el fondo, obedecía al intento de
conseguir independencia económica para gastar estos ingresos en lo que les
apetecieran. Aunque escasos, estos incentivos, les proporcionaron una pequeña
autonomía económica, pero también, contribuyeron a un aumento de su autoestima,
conscientes de sus buenas capacidades hacia el trabajo y la alta productividad
que resultaba de su quehacer. Una labor que finalmente fue reconocida, al permitirles emplearse en la confección del vestuario de los pobres de la
Casa, para lo que hubo de aumentarse el espacio y el número de telares de lana y
paños bastos, con tan buenos resultados, que meses más tarde se permitió que
“las pobres de la casa” instruyeran a las muchachas; y que, la Compañía de
Comercio, satisfecha porque “estas chicas se disponían bien”, pidiera se les
devolviera la gratificación que se les había retirado y darles ropa más
adecuada. Sin embargo, la Junta Rectora solo aceptó darles “alguna cosa” y
pagarles los cuatro dineros que cobraban anteriormente, cantidad sensiblemente
inferior a los veinte reales mensuales que recibían las muchachas pobres de la
Casa, con lo que consolidaba una explotación laboral que se mantendría hasta el
final del cautiverio.
Los éxitos obtenidos por medio de su actitud
contestataria, acabaron haciéndoles tomar conciencia de cómo de forma colectiva, podían consolidar los derechos derivados de su trabajo y de sus demás obligaciones.
Así, en su continua reivindicación por salvaguardar su identidad étnica, su
trabajo digno y sus valores culturales, lograron crear una complicidad que
afianzó su espíritu de superación, su autoconfianza y la solidaridad grupal; de
tal forma, que cada uno de los actos individuales de rebeldía acabó
convergiendo en un proceder mancomunado, sin que las represalias económicas y
corporales pudieran impedir la experiencia liberadora que suponía su
indocilidad, expresión de su reivindicación para la recuperación de su
dignidad, de su libertad, de su familia y de su modo de vida.
FUENTE: MARTÍNEZ MARTÍNEZ, Manuel. "Clamor y rebeldía. Las mujeres gitanas durante el proyecto de exterminio de 1749", en Historia y Política, nº 40, pp. 25-51.
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