Fray Salvador de Vega, presidente de este convento
de la Santísima Trinidad de esta ciudad de Jerez de la Frontera y lector
jubilado y demás religiosos que con mi licencia aquí firmamos. Certificamos y
en el mejor modo que nos fuere permitido, declaramos y juramos inverbo sacerdotis, que Pedro de Vega y
sus hijos Francisco de Vega, Mateo de Vega, Antonio de Vega, Andrés de Vega,
Juan de Vega, castellanos viejos, siempre han procedido en todos sus hechos
cristianamente y nos consta su buen modo de obrar por haberse criado y vivido
todos los referidos en esta dicha ciudad inmediatos a este dicho nuestro
convento, sin que en tiempo alguno se haya reconocido cosa en contrario. Antes
sí, siempre se han visto haber cumplido con todas las obligaciones de cristianos,
así en la iglesia de este dicho nuestro convento, como en las demás, y
especialmente en su parroquia cumpliendo con la iglesia en los gastos debidos y
aplicado al ejercicio del campo.
Real Orden de 28 de octubre de 1749. Biblioteca Regional de la Comunidad de madrid |
COMENTARIO:
A las numerosas quejas y dudas
suscitadas tras la redada del 30 de julio de 1749, se unió el malestar del
propio monarca por haberse ejecutado una medida tan desproporcionada. Su
confesor, Francisco Rávago, convocó el 7 de septiembre de 1749 a la Junta de
Gitanos, a fin de reorientar la operación de captura emprendida, acordando los
siguientes puntos:
1. Todos los que demostrasen
estar legítimamente casados, poseer estatutos de castellanía o verificasen
vivían arreglados en sus vecindarios, debían ser restituidos a sus lugares de
origen con sus mujeres e hijos, siguiendo la regla de avecindar una familia
cada cien vecinos, tal como ya se había estipulado en 1746. Además, a todos se
les debían devolver todos sus “bienes raíces o de cualquier especie”.
2. Los gitanos a los que por sus
justificaciones se les debía indultar, debían ser conducidos con tropa hasta
las cárceles de sus vecindarios, donde solo entonces se les pondría en
libertad.
3. Antes de ser liberados, se
les debía de amonestar e informar de cómo habían de vivir en consonancia con
los demás vecinos. Se les prohibía también que ellos mismos se identificaran
como gitanos, a fin de conseguir “que este nombre se extinga”[1]. Además,
debían empadronarse y contribuir con las cargas fiscales, poniendo a sus hijos
menores a servir o destinarlos como aprendices. De todo lo cual, las justicias
debían dar cuenta de su cumplimiento al Consejo en el plazo de treinta días.
4. Se les prohibía abandonar los
pueblos a los que eran destinados, salvo para trabajar en tierras
pertenecientes a la jurisdicción de aquellos. En caso de incumplirlo, se les
declaraba “rebeldes, incorregibles y enemigos de la paz pública, y por bandidos
públicos”, siendo “lícito hacer sobre ellos armas y quitarles la vida”, pues
como tales criminales incurrían en la pena de muerte.
5. Los casados y los solteros
que no concurrían en los requisitos del primer punto, aun teniendo ejecutorias
o declaraciones de castellanos viejos, debían aplicarse a obras públicas “con
ración de presidiarios”, y en caso de fuga y sin más justificación, se les
podía ahorcar “irremisiblemente”.
6. Las hijas de las personas del
punto anterior, “siendo niñas y sin madre”, se debían distribuir entre los
hospitales y casas de misericordia, excepto “las destinadas para gente honesta
y recogida”, que debían permanecer hasta la edad de poderlas aplicar al
servicio doméstico o en fábricas. Lo mismo debía realizarse con las casadas,
sus hijas, y las viudas, a las que sus justicias debían procurarles “aplicación
e instrucción”, obligándoles a vivir de forma ordenada y sin salir del pueblo
asignado[2], pues en
caso contrario se les podría desterrar de los dominios de la corona.
Finalmente, las personas ancianas, impedidas o inútiles, quedaban ingresadas en
“hospitales u otros lugares píos, para que acaben sus días”.
7. Por último, respecto a los
gitanos y gitanas que se hallasen prófugos y dispersos, se acordó llamarlos por
edictos, para que en el plazo de treinta días se presentaran y pudieran obtener
el indulto general, siempre y cuando no tuvieran delitos pendientes. A todos se
les daría vecindad como a los del primer punto, pero en caso de no presentarse,
serían declarados rebeldes y castigados conforme el cuarto punto.
La carencia de medios económicos
y el desconocimiento de personas con la suficiente influencia para conseguir
los informes requeridos por la orden de 28 de octubre de 1749, fueron los
principales factores que determinaron que se mantuviera a algo más de tres mil
gitanos y gitanas en los depósitos provisionales, en espera de ser transferidos
a los arsenales y a las casas de misericordia. A todos ellos no les quedó más
esperanza que aventurarse a una fuga incierta o insistir en la obtención del
perdón real, pues una vez quedaron recluidos en sus destinos definitivos,
apenas se produjeron concesiones de libertad.
Ensenada quiso cerrar toda esperanza y ordenó a los
intendentes de los tres departamentos marítimos, que no dejaran a nadie en
libertad, aun quedando inútiles para el trabajo. Sin embargo, las dudas y las consultas
continuaron, por lo que esta disposición hubo de repetirla aun de forma más
tajante el 23 de agosto de 1757, al dictaminar contundentemente que no se
admitiera “recurso alguno sobre libertad de ellos (los arsenales) a los
gitanos, por estar resuelta su permanencia allí hasta que fallecieran”.
Olvidados durante años,
Carlos III concedió la libertad a los supervivientes, pero el daño producido ya
era incalculable. Se agravó la pobreza y la exclusión, causando una profunda brecha entre las comunidades paya y gitana.
FUENTE: MARTÍNEZ MARTÍNEZ, Manuel. Los gitanos y las gitanas de España a mediados del siglo XVIII. El fracaso de un proyecto de exterminio, Almería: Universidad de Almería, 2014.
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