Una de las calamidades mayores es la de los
gitanos que, divididos en tropas, toman los ganados consumiendo para sí lo que han
menester y vendiendo los que les sobra con la misma seguridad y libertad que si
fueran propios y aunque para ocurrir a este daño se han dado comisiones
generales a los alcaldes entregadores y otros ministros de la Mesta para que
cada uno pueda proceder en su distrito contra gitanos, y seguirlos fuera de él,
y ordenado a todas las justicias miren al bien universal de la seguridad y la
paz de estos reinos, ha parecido consultar aparte a Vuestra Majestad en este
punto como tan sustancial para que sobre todo provea Vuestra Majestad lo que
más fuere de su Real servicio.
COMENTARIO:
Entre las principales
acusaciones que recayeron en el gitano en la primera mitad del siglo XVII halla
la de robar ganado. Así se empeñaba Sancho de Moncada en indicarlo: “Y aunque
son inclinados a todos los hurtos, el de las bestias y ganados le es más
ordinario; y por esto los llama el derecho Abigeos, y el español cuatreros, de
que resultan grandes daños a los pobres labradores; y cuando no pueden robar
ganados, procuran engañar con ellos, siendo terceros en ferias y mercados”. También
las Cortes, en sesión del 26 de enero de 1624, los incriminaron asegurando que
producían “grandes e intolerables daños”. Unos perjuicios que eran resultado de
“su habitación y modo de vivir”, basado en “robos e insultos”, no hallándose
seguros los ganados, aun más cuando con toda libertad, los gitanos se
presentándose en las ferias y vendían “los que han hurtado o los truecan”.
Esta acusación de
cuatreros y ladrones de bestias, también fue compartida por la Mesta, una
organización que detentaba un gran poder dentro de la Corona de Castilla, por hallarse
estrechamente relacionada con intereses económicos relacionados con la ganadería,
la artesanía textil, la exportación de lanas y la agricultura. Unos lucrativos
negocios que justificaron una política de apoyo a la Mesta, especialmente a
través favores jurídicos y otras medidas para primar el desarrollo ganadero.
Una de estas
prebendas consistió en la autorización por parte del poder real, del nombramiento
de alcaldes entregadores, con potestad para controlar las actividades de
grupos marginados, y de gitanos en particular.
A pesar de la
represión que se ejercía sobre el Pueblo Gitano en España, nuevas consultas se
dirigieron al Consejo de Castilla en este sentido, siendo el año de 1633
pródigo en ello, primeramente en 10 de febrero incidiendo en los daños que sufría la Mesta; y poco
después, el 4 de marzo, en la petición de nuevas medidas “para ocurrir a las
invasiones y latrocinios que hacen -los gitanos- en los lugares”. Una empresa que precisaba de la concesión de comisiones a todas las justicias, a fin de que pudieran proceder
contra éstos “y prenderlos fuera de su distrito”, concediendo la misma
jurisdicción a los alcaldes entregadores de la Mesta. Igualmente, se pedía prohibir
a los gitanos el uso de su traje, lengua, forma de vida, tratos y ocupaciones;
así como, el abandono de las “gitanerías” o barrios gitanos, para forzarles a
mezclarse con el resto de la población. Una propuesta que se alejaba de la
expulsión que año y medio antes estuvo a punto de consumarse. La razón de este
cambio estrategia no pudo ser más práctica, por cuanto dicho destierro se
consideraba improcedente, dada “la despoblación en que se hallan estos reinos
después que salieron los moriscos, y la que causan las necesidades presentes
-epidemias, agricultura en crisis, guerras, colonización americana, etc.-.
Circunstancias que desaconsejaban toda “evacuación por ligera que sea”, aún más
cuando se mantenía el error de creer que “esta gente que no son gitanos por
naturaleza, sino por artificio y bellaquería”, confiando que “enmendándose, se
reducirían a la forma de vida de los demás”. Unas convicciones que quedaron
plasmadas en la Pragmática que se publicaría el 8 de mayo siguiente.
Dicha disposición acabó suponiendo un triunfo para la
Mesta y el arranque de una nueva política de asimilación represiva, por la que desaconsejada
la expulsión, se pretendió borrar la identidad gitana imponiendo el mestizaje
con el resto de la población, así como con la eliminación de todo distintivo
que pudiera identificársele como tal gitano. En consecuencia, se proscribió su
lengua y el traje; incluso, el mismo nombre de gitano, el cual se consideró
desde entonces una injuria sancionable[1],
denominándoseles a partir de entonces con el eufemismo de castellanos nuevos.
Las penas, en caso de contravención, continuaron siendo las de azotes, galeras,
vergüenza pública y destierro; si bien, en el caso de las mujeres, la pena de
servir al remo fue conmutada por la reclusión en las llamadas galeras de
mujeres, azotes y destierro.
[1] Ya en la consulta del 4 de marzo se había
propuesto que “el llamar uno a otro gitano, se tenga
por palabra de injuria y como tal se castigue, y que ni en las danzas ni en
ningún otro acto alguno se permita acción ni nombre de gitano, y las justicias
atiendan con mucho recato a ver la ocupación y forma de vida que siguen, si se
comunican o hacen juntas, si se casan entre sí o cumplen con la solemnidad del
Sacramento, si bautizan los hijos, de que podrá tomar noticia por los curas”.
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